18 octubre 2003

MIÉRCOLES

Tuburcio, nuestro canario, murió en miércoles. Odio los miércoles. Las cosas malas siempre ocurren ese día. El divorcio de mis padres ocurrió un miércoles. Papá se fue de casa para no volver un miércoles. Mi detestable hermano nació un miércoles. En definitiva; odio los miércoles. Recuerdo más cosas tristes en ese día que en los demás.
Amaneció en el fondo de la jaula, con las alas abiertas, como si se hubiera precipitado desde lo alto del columpio que colgaba en la jaula. ¿Pueden los canarios suicidarse? Todos al ver al pájaro muerto miramos a Matías, el gato azul grisáceo que teníamos. Allí estaba, hecho un ovillo en el sofá donde el abuelo pasó sus últimos días. El también se fue un miércoles; mientras en la televisión estaban dando "el parte" como él decía.

Tiburcio y Matías nunca se habían llevado bien. Quizá por que él gato no sabía cantar como él pájaro y el pájaro no podía campar a sus anchas por la casa como el gato. Eran dos caracteres distintos, dos naturalezas que como el aceite y el agua estaban destinados a no juntarse nunca.

La tía Mercedes una anciana entrada en años y también en carnes, conoció en el bingo donde iba "afortunadamente" todos los jueves al señor Leng. Un hombre del cual nunca supimos su nombre, sólo que era canario y se dedicaba a la canaricultura en la isla de La Gomera. Hasta allí viajó con él la tía de mi madre, a la que nunca volvimos a ver y sólo recordábamos cuando nos llegaba alguna postal. Postales que nos mostraban rincones de su nuevo hogar y que yo esperaba con impaciencia. En aquel pequeño espacio cuadrado ella escribía con tu torpe y gran caligrafía, de persona mayor con unos estudios pobres, por haber tenido que ponerse a trabajar muy joven, para traer un mísero jornal a casa, la leyenda del monte Garajonay. Gara era la princesa de Angulo; el lugar del agua. Jonay pertenecía a la nobleza de Tenerife, la provincia del fuego. Eran jóvenes y se enamoraron en el Beñesmen, la fiesta de la cosecha de La Gomera. El compromiso fue hecho público y se celebró, hasta el volcán Echeyde arrojó lava. Todos se acordaron entonces de las palabras del viejo Gerián. "La sombra del fuego quema el agua. El fuego retrocede ante el agua. Imposible su mezcla. Imposible su alianza. La muerte acecha. Como lo de arriba es lo de abajo, lo que fue será, lo que ha de suceder ocurrirá". Les prohibieron verse de nuevo, aquello traería desgracia para todos. Pero el amor les había alcanzado. Jonay volvió a buscarla y huyeron a lo alto del monte y atravesándose el corazón con una lanza de cedro se arrojaron al vacío. En recuerdo de aquellos dos amantes bautizaron al monte Garajonay.

Allí mi tía y el señor Leng tenían una pequeña casa donde criaban canarios. Todas las cartas llegaban, no sé por que razón en martes, el segundo martes de cada mes. Duraron casi un año, hasta que completó la leyenda. Luego se fueron espaciando en el tiempo hasta sólo recibir las felicitaciones de Navidad. En compensación por la pérdida de su persona en casa, todos lo sábados venía a tomar el té y a afinar el piano mientras nos cantaba antiguas canciones de su infancia, una tibia primavera apareció un mensajero en casa trayendo una jaula. En ella un asustado canario se acurrucaba junto al comedero. Así apareció Tiburcio en casa.

Matías era un gato chartreux, raza creada por unos monjes franceses en un monasterio cerca de Grenoble en el siglo XIV. Fibroso, de robustas patas, carácter afable y unos intrigantes ojos rasgados color miel, que se oscurecían o brillaban dependiendo de su estado de ánimo. Matías también fue una herencia que nos tocó sin querer de la tía Mercedes. En uno de aquellos jueves de bingo, consiguió cantar línea, la suma no fue cuantiosa, pero sí le permitió hacer un viaje a Francia con sus amigas de toda la vida. El último viaje que muchas hicieron. Como recuerdo de aquellos hermosos días de amistad eterna, se trajo a Matías que la acompañaba en la soledad de su enorme casa día tras día. Matías fue el nombre de su difunto marido. Un apuesto hombre de ojos rasgados color miel y una sonrisa perenne en sus labios. Él fue su primer amor, su único amor. Desde los 15 años estaban juntos y así pasaron toda una existencia, toda una eternidad. En la mayor de las felicidades. Una vez que él partió para el viaje sin retorno un miércoles caluroso de agosto, ella se quedó sola con sus recuerdos. Cuando vio al gato en la tienda de animales de aquella ciudad tan lejana a la suya y él la miró desde el otro lado del cristal, supo que aquellos ojos escondían algo más que una existencia gatuna y se lo trajo. La huida de tía Mercedes a la isla de La Gomera con el señor Leng, fue tan repentina; que no queriendo perder aquel amor nuevo que había aparecido en su vida pues aquel podía ser su último tren, empacó unas pocas pertenencias, unos cuantos recuerdos inolvidables y salió sin volver la vista atrás a toda una montaña de evocaciones que se quedó en aquella casa de toda la vida, conseguida con el esfuerzo del duro trabajo de su amado esposo Matías. Era miércoles. Mi madre fue días después a recoger y cerrar la casa, quizá para siempre, y se trajo el gato que andaba mohíno por los rincones. Esa fue la otra contribución de la tía Mercedes al aumento de nuestra familia.

Y así fue como sin quererlo, pero con la sentida obligación nos hicimos cargo del canario Tuburcio y del gato Matías. Dos seres de mezcla imposible compartiendo un mismo y reducido espacio. Tiburcio cantaba cuando lo sacábamos al balcón, cuando el sol calentaba el salón a través del ventanal. Cantaba alegrando las horas del hogar y hasta mi detestable hermano, se quedaba extasiado y se sentaba delante de la jaula, pareciendo una angelical criatura oyéndole cantar.

Matías mientras tanto renqueaba por los rincones, adaptándose a aquel nuevo hogar ruidoso y concurrido; su nueva familia. Añorando sus largas horas de soledad entre los muebles viejos de olores de antaño de los que siempre se había sentido parte. Evocaba el dulce olor de su amada ama; polvos de arroz cuidadosamente molidos y jazmines nuevos, ahora evadida de su cuidado.

Durante un tiempo la conjunción de cielo y tierra contenidos en los dos animales preció cordial. Todos andábamos atentos a los pasos sigilosos de Matías cuando rondaba la jaula. Él se frotaba la espalda en el pie donde la jaula colgaba y seguía su camino hasta acomodarse en un cojín tirado en el suelo, cerca del radiador o sumido en el fulgor de un rayo de sol pedido en el suelo. Se hacía un ovillo con la cola cegándole los ojos, mantenía una oreja tiesa y si te fijabas bien, a veces, podías ver aquel brillo de miel en un ojo asomando por encima del rabo; observando atentamente la casa del pájaro.

Tuburcio cantaba y cantaba incansablemente, sólo se le quebraba la voz al ver la sombra azulada del gato aparecer contoneándose por la puerta del salón. Sólo cuando se había alejado lo suficiente volvía a entonar canciones alegres.

Aquel invierno, que parecía eterno, la jaula estaba siempre situada junto a la ventana para recibir los rayos que entonces entraban oblicuamente en la sala. Matías buscaba aquellos rayos, que no daban entonces en el suelo, sin encontrarlos, por lo que sin respetar el espacio concedido a Tiburcio, se subía de un grácil salto al poyo de la ventana y allí pasaba las horas calentándose al sol imberbe de enero, mirando siempre de reojo al canario. El pájaro que durante esas horas se dedicaba al don que le había dado la naturaleza enmudeció. Su pequeño pecho era un remolino incesante que palpitaba bajo las plumas alocado cuando el felino estaba cerca. Poco a poco se fue apagando el sonido de su voz, pero no le dimos mayor importancia. El frío podía haber atenazado sus cuerdas vocales. No pudimos pensar, o no quisimos pensar, que lo que le pasaba a Tiburcio se llamaba miedo. Era parvo y el tamaño del gato le imponía respeto aún sabiéndose a salvo tras los barrotes de su jaula. La congoja le oprimía cuando Matías apoyaba su hocico en ellos y él se veía reflejado en aquella pupila que era tan grande como su cabeza. Renqueaba hasta el fondo de la jaula, hasta aquella parte que estaba más suspendida en el aire, más alejada y donde cerca del comedero, se sentía a salvo. Pero aquella niña oscura, ovalada; seguía observando, si apartaba la vista igual el pájaro volaba. Matías no se daba cuenta de que aquello era imposible. Tiburcio estaba atrapado, pero también estaba a salvo de sus afiladas uñas. Así, en silencio, el canario pasó los cuatro meses de duro invierno. Pero por más que hicimos y más visitas que realizamos al veterinario para averiguar su mal, nada pudimos contra la dolencia del pequeño animalito. – Mejorará cuando llegue la primavera. Nos dijo el médico.

Cuando por fin la primavera estaba a las puertas de la vida Tiburcio cambió el plumón, dejando pequeñas y amarillas plumas, que volaban en la brisa fresca que entraba por el ventanal abierto, por toda la casa Matías volvió a sus rayos de sol que calentaban el suelo de madera. Alejándose indiferente del ave que nunca podría conseguir.

Aquel miércoles, que por ser fiesta la casa amaneció más tarde, nadie oyó al canario que en un esfuerzo sobre humano había cantado todo lo que durante tiempo estuvo guardado en su garganta. Cantó hasta agotar su repertorio tantas veces en su cuerpo contenido. Cantó mientras se balanceaba en el columpio y recibía los primeros rayos cálidos de la primavera inminente que en un par de días estallaría en esplendor de colores. Cantó hasta que los sonidos rompieron por el esfuerzo aletargado de tantas melodías mudas, su tráquea. Y allí murió.

Definitivamente odio los miércoles.
(escrito por y para C.S.F.)

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