18 octubre 2003

EL TIEMPO...

Dicen que el tiempo lo cambia todo. El reloj de péndulo situado al lado de las escaleras, lo confirma. Es de roble viejo, deslucido por los años, arañado en sus bajos y con la cerradura de la portezuela de cristal, por la cual se ve el vaivén del péndulo, rota desde hace muchos lustros. El cristal de la esfera también ha perdido su brillo, pero todavía se ven los números góticos y las negras manecillas que van marcando inexorablemente el paso de los días. El reloj ya no marca los cuartos, y se agradece, aún perdiendo ese lapso de tiempo recordado las horas se siguen haciendo igual de largas. Antaño, aquel hermoso mueble traído de Europa, tenía unos dibujos dorados en su frontal, que festoneaban las puertas. Ahora el dorado metal está negro y deslucido, nadie se preocupó de limpiarlo, nadie ostentó nunca a través de él su posición. Él se quedó callado, no protestó por la poca atención recibida y siguió avisando de la hora de levantarse, de comer y de acostarse. Siguió siendo el centro de la familia y se regían por lo que él mandaba. El tiempo marcado es el que valía para hacer cualquier plan, para exponer cualquier problema. Su latir constante, que manejaba a su antojo, decidía.
El hogar se fue llenando, vaciando y llenando de nuevo con las generaciones venideras. Los muebles antiguos fueron sustituidos por nuevos, más funcionales, más cómodos, más adecuados al progreso de la vida. Sólo el reloj y su péndulo conservaron su sitio al pie de la escalera. Él veía desde su ojo central como todas las cosas que conocía iban saliendo por la puerta. Las mesas de caoba, las sillas Luis XVI, los juegos de porcelana; todo lo viejo. El tenía miedo de ser desechado también, pues era mucho más anciano que muchos de los objetos que la casa conservaba. Y se esforzaba cada día por no sentirse derrotado, por seguir marcando el pulso de lo cotidiano, no quería detenerse, aunque el hacerlo supusiera para él pararse en un momento determinado y que no siguiera avanzando el tiempo. Quería detenerse antes de olvidar los sonidos de valses, de fiestas, del roce de los suntuosos vestidos de las jóvenes al remolonear a su lado. No quería olvidar su pasado. Pero todos los días una mano giraba una manecilla pequeña y casi invisible que estaba entre el numero seis y el siete. Todos los días alguien le recordaba cual era su función en aquel rincón de la casa. Todos los días el péndulo se movía dentro de él, como un corazón que no debe dejar de latir. Tic-tac, tic-tac. Pero se hacía viejo, y estaba cansado de seguir el ritmo, la vorágine del progreso. Tic-tac. T i c – t a c , t i c – t a c .
Empezaba a retrasar. Lo notaba dentro de él, se esforzaba en no dejar que los segundos se hicieran más cortos de lo que tenía establecido. Era su trabajo, el único que había conocido desde que lo convirtieron en una máquina perfecta para controlar el tiempo y ahora éste se le escapaba sin poderlo remediar. Sus campanadas a la hora eran más lentas y sosegadas. Eso no impidió que el pulso de la vida a su alrededor siguiera avanzando, durante un tiempo parecieron caminar juntos, luego lo superaron. Y se quedó sólo, ahí, en el rincón, hasta que se paró.

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