18 octubre 2003

sin titulo

Corría entre las dunas, levantando la arena que se perdía entre jirones de niebla. No había amanecido aún, pero necesitaba salir de la casa. Otra vez; antes de que él despertara. Había vuelto de nuevo. Esta vez estuvo casi una semana fuera. Siempre en su misterio, siempre sin decir nada. Se iba un amanecer cualquiera para regresar en una noche no concreta. Los sonidos de gaitas, perennes en toda la casa, desaparecían con su ausencia. Se agradecía el silencio. Aquellas paredes entonces eran mías. Las alfombras, los cuadros, las porcelanas, todo me pertenecía por un breve lapso de tiempo. Vagaba entre ellos, cuidándolos, mimándolos, mirándolos desde lejos, nunca me atrevía a acercarme lo suficiente por miedo a romper algo en un impulso o arrebato de celos. Él quería aquellas cosas y yo empezaba a amarlas cada vez que él se iba lejos, a pesar de que poco a poco iban robándome el espacio libre que quedaba en la casa. Cada vez que se evadía de la opresión de aquel hogar que yo había hecho mío antaño traía un objeto nuevo que iba sumándose a los anteriores. Sobre la chimenea estaba la colección de caballos de madera. En la vitrina finas copas de bohemia que jamás usaba. Las cuberterías de plata ennegrecían en los cajones de una cómoda estilo Tudor. Las vajillas olvidadas en los armarios. La cera consumida en las tardes de invierno poblaba los candelabros. Sobre todas las mesitas perfectamente alineados y organizados se acumulaban animales de todas clases, formas, materiales y tamaños: ranas, búhos, pingüinos, tigres, cebras... Cada vez más, cada vez más juntos, cerrándome el camino para vagar tranquilamente. Todos aquellos objetos me lo traían y todos aquellos objetos le traían a él mundos existentes fuera de la casa. Eran recuerdos de sus idas y venidas, con ellos intentaba alejarme de él, relegarme a un cajón o un armario, encerrarme en una habitación. Él quería olvidarme, pero yo siempre estaba allí esperándole. Lo envolvía, lo arrullaba en mis brazos invisibles acomodando sus sentimientos en mí, haciéndolos míos y él me amaba cuando vagaba por la casa taciturno. Colocaba sus objetos, subía un poco más la música cuando me sentía más cerca, más dentro de él. Era entonces, cuando me sentía casi parte de él, cuando en vez de ser dos seres nos íbamos a transformar en uno solo, cuando huía de nuevo. Se alejaba de mí, buscando otros lugares, otros entretenimientos.
Volví de la playa y me acurruque junto a él bajo las sábanas. Intenté fundirme en él, pero su mente no estaba conmigo, ni su cuerpo me recibió como otras veces. En su rostro se vislumbraba una sonrisa que no era por mí. Estaba segura que le pertenecía a otra. Alguien me lo estaba arrebatando. Una punzada de celos me recorrió sin quererlo. Yo le amaba, le pertenecía, y él se iba sintiendo bien conmigo. Llevábamos mucho tiempo juntos, yo llevaba mucho tiempo en la casa, aquel había sido mi hogar; era mi hogar, siempre le había esperado. Ahora él me pertenecía, no dejaría que nadie me lo arrebatara. Volé fuera de su cuarto, recorrí todas las habitaciones buscando un motivo, una pista cuando el timbre de la puerta retumbó en toda la casa. Atisbé por detrás de los cristales. Una joven esperaba fuera. Una puerta se abrió en el piso de arriba y él bajo corriendo los escalones sólo con un slip puesto. Antes de que ella volviera a llamar de nuevo él ya había abierto. Se fundieron en un beso que me pareció eterno y de repente me sentí más sola que yo misma. Los vi marcharse abrazados hacía arriba. No quise seguirlos. Las risas que me llegaban a través de las paredes, me dolían. Mi espacio se veía roto, invadido por una extraña y no sabía como iba a poder recuperarlo. Me quedé quieta, retraída, oculta en el rincón más oscuro del salón mientras los días pasaban y ella junto a él iba llenando los huecos que habían quedado entre tantos objetos para mi. Las gaitas dejaron de sonar, las cortinas siempre cerradas fueron descorridas y el sol entraba de nuevo a raudales por los ventanales. Ellos se encontraban en cada esquina, en cada cuarto, los oía y me iba haciendo más pequeña. La casa se llenó de besos, de risas, de arrumacos incontenibles. La cristalería de bohemia se utilizaba todas las noche con las vajillas, las cuberterías estaban lustrosas otra vez. Todas las figuritas fueron metidas en cajas, dejando espacio nuevo para cosas que compraran, ahora, ellos juntos. El cargó con las cajas, mientras yo huía de él, de ella y volví al desván, donde antaño, cuando vivía allí una gran familia, había estado encerrada. En aquel cuarto volví a encontrarme conmigo, con los recuerdos allí abandonados, dejados atrás: armarios, balones, fotos, polvo...

Entonces me siguió, subió mi escalera, entró en mi cuarto para ver si yo estaba. Y yo le esperaba en el reflejo del espejo, radiante y clara como el recuerdo de días mejores. Tendió su mano para tocarme; pero yo nunca había estado allí.

Ella apareció por detrás, le abrazó mientras se reflejaban en el espejo, le besó en el cuello mientras susurraba – ya nunca más estarás solo.

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