12 junio 2003

LAS VOCES

Ella había tenido una vida cómoda y alegre, pero estaba sola. Él había luchado toda su vida por conseguir aquello que ahora tenía: fortuna, posición, respeto, y soledad. Se habían encontrado por casualidad sin llegar a pensar que el amanecer los sorprendería juntos hablando de cosas triviales, sólo por no volver cada uno a su hogar. Y se sintieron bien el uno al lado del otro. Ella era divertida y risueña y le arrastraba con él en sus locuras juveniles. Él era serio, gris y se había acostumbrado a hablar con voces imaginarias en su enorme casa. Voces que lo transportaban a otros mundos que no tenía. Que le quitaban el tiempo, el sueño, a veces parecía que la vida. Y él se dejaba arrastrar, feliz. Gastó media fortuna en complacerla para no perderla, y ella cada vez pedía más. Más fruslerías que no necesitaba, pero llenaban su casa. Más joyas. Más viajes. Más tiempo. Y él tuvo que dejar su dinero en zarandajas y olvidar a las voces, que ella nunca oía.

Cuando no pudo más de todas sus obligaciones, de las tensiones y quiso escapar, no encontró otra solución que quitarse la vida y dejar todo atrás. No tenía ganas de luchar más. Estaba cansado y era cobarde. Pero las voces no le dejaron, le hablaron, le animaron, le condujeron de nuevo al camino y él, tiempo después, se sintió agradecido y volvió a sus tertulias nocturnas con ellas.

Pero aun en compañía de las voces, tiempo después volvió a pesarle la soledad. No le encontraba sentido a seguir caminando si ella no estaba con él; y ella volvió. Y durante un tiempo se quedó, no dijo nada, no dijo hasta cuando y la convivencia quedó anclada en reproches mudos y en miradas furtivas hacia cualquier movimiento inusual. Él había perdido el norte y giraba al compás que ella marcaba con sus pies, con sus manos, con sus caprichos. Él se consumía en amor por ella, todo lo daba y no pedía. Sólo deseaba que ella no volviera a abandonarlo. Debilitó sus fuerzas por seguirla y seguir complaciéndola. Ella reía, le miraba y alguna vez resentida por el pasado, le besaba intentando recuperarlo y cambiarlo; pero el pasado no volvía, se quedaba allí latiendo y doliendo de nuevo, y ella volvía la cara avergonzada por haber creado ilusiones de amor en aquel corazón solitario. Ella no le amaba; no de esa manera. Él sólo deseaba amarla, sin condiciones y perderse en los entresijos de una vida compartida. Pero ella no quería. Sólo deseaba ser complacida pero sin ataduras y sin compromisos, sólo deseaba que él le diera su tiempo, la acompañara y velara, alguna noche fría tras el insomnio, sus agitados sueños. Esas noches él la contemplaba deseando estrecharla en sus brazos y así calmar el horror que notaba tras sus ojos y en las perlas de sudor que cubrían su cuerpo. Pero tenía miedo de que ella despertara y asustada huyera de nuevo. Así que se quedaba al borde de la cama conteniendo las lágrimas del amor no correspondido, ese capaz de hacer bailar su corazón. Las voces asistían a ese llanto silencioso y evocaban a través de sus bocas invisibles un pasado doloroso y forzoso, que él también tenía guardado, intentando hacerle comprender que aquel no era el camino, que lo perdería todo si se dejaba arrastrar de aquella manera tan ciega. Intentaba no escucharlas, alejarlas de su cabeza, de su cuerpo, de todo su ser que era el único sitio donde existían. Ellas callaban entonces, esperando un mejor momento, cuando ella estuviera lejos para, todas juntas, hacerse fuertes y hacerle cambiar el rumbo que estaba tomando su vida. Ellas esperarían.

Un amanecer frío y triste lo sorprendió dormido donde tantas veces se quedaba. Junto a su mano, que a veces alargaba para tocar con sutileza la piel de ella, sólo existía un gélido vacío. Se había ido de nuevo. Se llevó con ella la calidez de una voz que sonaba por todos los rincones al son de una música imaginaria. Se llevó el aroma, que durante un tiempo persistió flotando en el aire. Se llevó su curiosidad infantil ante lo desconocido. Se llevó la vida de los armarios y cajones. Se llevó su vida y con ella los sueños que él tantas veces había querido compartir. La había perdido. Fue cuando las voces volvieron para acompañarlo, para retenerlo, para seguir alimentándose de él, pero él no quería esa compañía. La quería a ella y las voces se la trajeron. Ella llenó su cabeza, de recuerdos, de tiempo irreal para seguir compartiendo, de amor correspondido, de deseos refrenados y de un cuerpo intangible.

La segunda vez que trató de cortarse la garganta las voces le rodearon expectantes, ansiosas por la sangre cálida que les ofrecía; pero esta vez él sólo había obrado por nostalgia, y la sangre carecía de sabor, y le abandonaron agonizante. Ella, la que le había tentado, también se fue.


Se quedó solo.

La tercera vez; se unió a las voces.

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