07 junio 2003

LA BIBLIOTECA


 Siempre había estado allí, recluida en el fondo del parque. Casi olvidada por todos, incluido el tiempo que parecía haberse detenido en sus paredes, en las tejas, en las brozas que crecían a su alrededor. Contaban que había sido la casa de una solterona rica que murió sin dejar descendientes y que el estado se hizo cargo de la propiedad para convertirla en un parque público. Dicho parque, como la casa estaban en ruinas. Abandonado a su libre albedrío crecían por todos los lados flores silvestres, tréboles y toda clase de árboles: álamos,
chopos, castaños... Fue entonces cuando tome las riendas y recuperé el proyecto de convertir aquello en un espacio público para deleite de los habitantes del pueblo.


La llave del portón de entrada a la casa pesaba en mi mano, era grande, estaba
oxidada pero todavía funcionaba. Las puertas rechinaron en la soledad del jardín al abrirlas. El olor apresado durante tantas décadas salió a bocanadas por fin libre. La penumbra me impidió en un primer momento recrearme en los suelos, columnas y escaleras de mármol que se veían desde la entrada. El polvo era una capa espesa acumulada hasta formar una extensa alfombra por todos los rincones.
Lo primero era abrir todas las ventanas, dejar entrar el aire fresco de la mañana y liberar a todos los fantasmas que estuvieran vagando por aquel hogar abandonado. Empecé por arriba y fui bajando hasta la planta baja de nuevo. Habitaciones, cuartos de baño, salones, cocina, comedor, despacho todos fueron
ventilados; ya habría tiempo de limpiar todo aquello. Al lado de la entrada, a mano derecha había una puerta cerrada, cuya llave encontré en el fondo de un armario de la cocina. A pesar de los años pasados brillaba y se notaba, por los múltiples rayones en su superficie plateada que había sido utilizada con
frecuencia. Me preguntaba qué misterio habría tras aquella puerta cerrada a cal y canto a ojos extraños.


Con la mano temblorosa giré en la cerradura aquella llave que me parecía mágica. Un click casi imperceptible me transportó en aquel momento a un mundo fuera del mío. Mi presente se quedó en el umbral para enfrentarme a un pasado contenido en lo que mis ojos, habituados a la penumbra tras la zozobra de la entrada, vieron. Aquella habitación era una enorme biblioteca. Las estanterías se
alzaban desde el suelo hasta un techo borroso; la luz no llegaba hasta allí arriba. No podía calcular la altura de aquel cuarto, ni sus dimensiones que debían ser mucho más de lo que se mostraba; los anaqueles que cobijaban tomos y tomos habían robado su espacio a las paredes. Abrí el ventanal situado a la tarde, dos sillones descoloridos y una mesa de té eran todo el mobiliario de la biblioteca. El resto, exceptuando una inmensa escalera corrida a lo largo de las estanterías, eran libros. Centenares, millones de volúmenes se alineaban en horizontal, en vertical, algunos reposaban en pilas sobre el suelo, quizá por
no haber encontrado aún su sitio entre sus hermanos, quizá porque tras la muerte de la anciana, nadie se preocupó por ellos. Yo les encontraría su lugar. Me senté durante un rato en el polvoriento sillón contemplando todas las vidas que desde las baldas me observaban. Cuánto saber contenido, cuántos
secretos guardados, cuántos esfuerzos realizados para dar placer a otros, para dárselo uno mismo, cuánta necesidad de contar a los demás los secretos de una mente. Mi cabeza se llenó de fragmentos conocidos mientras desde lejos algunos títulos saltaban a mis ojos. Palabras, palabras, llantos, risas, muertes, nacimientos, amores, odios, celos, asesinatos, ejecuciones, coronaciones, el principio y el fin de todo me envolvió de repente, aturdiéndome. Si no empezaba a leer en ese preciso instante, no podría acabar. La tarde me sorprendió hundida en el sillón leyendo. Esa tarde y muchas otras. El jardín
sigue salvaje. Y yo sigo leyendo...


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