10 febrero 2006

Quien no arriesga...

Él puede versar en los desalientos que produce una despedida. En desandar el camino ya andado y quedarse parado en medio de la senda sin saber cual es la dirección correcta a seguir. Quisiera que el tiempo pasara deprisa cuando no están juntos y que se detuviera para los dos cuando lo comparten. Pero ahora no existen esos minutos, le han sido arrebatados, una mano inversa tumbó el reloj de arena que compartían, quedando los granos diseminados en posición horizontal y todo se detuvo. Intenta saltarse la condena a la que ha sido impuesto, no acepta la tregua que no ha sido pactada ni respetada. Él no ha decidido, sólo ha sido arrastrado a unas condiciones que no pidió, ni supuso nunca que llegarían hasta el extremo de que las palabras tuvieran que quedarse mudas.
No desea que el pasado se quede sólo en suspiros, en palabras de amor recitadas en un teléfono de pésima cobertura. Quizá la estática de la distancia le haya hecho confundir los términos con los que la relación dio a su fin. A confiado en que el amor sobrevive a base de distancia, pero le faltan las caricias en una piel nueva y los besos robados a la noche a través de una pantalla no tiene el mismo sabor, ni el olor podrá compararse jamás al del jardín que ve desde la ventana en primavera.
Sabe que echará de menos sus labios y todo lo que se oculta entre líneas, pero no quiere perder la ilusión de lo que cree amor, porqué sabe que ama, pero que el amor duele y miente y desaparece cuando la luz se va y en su habitación no hay más que sombras que planean sobre recuerdos, sobre halagos dichos en momentos de debilidad y soledad. Es el viaje que no quiere plantearse por miedo a descubrir que la realidad puede abofetearle en la cara.
Desea quedarse y no dar pasos en falso, aún poniendo de manifiesto las protestas, los celos y las malas palabras, las desdichas que se acumulan a base de negar las cosas que los unen y les afecta. No toma más decisiones que refugiarse en unos brazos que quiere pero no ama, besar unos labios que no son dulces porque la mentira se queda latente en ellos, coger una mano que se ha hecho fría con el paso de los años de monotonía.
No puede creer que todos los sueños de los que hablaron, de todas las vidas que querían compartir se hayan roto como el parabrisas de un coche; en minúsculos pedacitos que se le clavan en el alma; cada sonido de sus voces, cada te quiero, cada te añoro, cada te echo de menos resuenan, aún, en su cabeza haciéndole una herida que sangra.



Y su corazón se transforma en un puzzle de un millón de piezas.

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