12 septiembre 2005

JON...



Él había mandado un mensaje. Ella lo había recibido.
Leyó aquellas dos frases he hizo de él un mundo. Se comunicaron a través de palabras que llegaban al mismo tiempo. A trompicones, como dos desconocidos que eran, intentaban averiguar que se ocultaba bajo las letras. Qué clase de persona, qué clase de miedos, qué clase de sueños. Él tenía su propio pasado, sus propios recelos, su propia soledad. Ella su existencia, sus martirios, sus tormentos. Compartieron lunas, a veces menguantes, a veces crecientes y un cielo plagado de estrellas. Hablaban muchas veces de un destino unido por el influjo de algo desconocido, ellos creían, y posiblemente fuera cierto que estaban predestinados a encontrarse, a bailar juntos bajo el techo abovedado del mundo. Ella abrió su corazón, expuso su vida como se hace una autopsia y buscaba en cada palabra dicha una que abriera el candado de la coraza que él había construido en torno a su ser. Porque él tenía miedo a sufrir y ella ya estaba acostumbrada al sabor de las lágrimas. El verbo se hizo más fácil a medida que las noches transcurrían, ella lo notaba porque él ya no huía cuando escuchaba un nuevo crujido en su blindaje; se quedaba, aunque andaba con pies de plomo para no hundirse. Ella aprendió a quererlo aún cuando él desertaba del cariño ofrecido y dejaba las palabras mudas de golpe, aún cuando bajo su aparente fortaleza latía un corazón desdichado de miedo, desconfiado de amor, ella seguía ahí; ofreciéndole su calma oculta tras la perturbación de perderlo. Las horas fueron cómplices del despojo de hierro forjado en su entorno, hecho a medida. Nunca se vieron, nunca sus pupilas reflejaron sus rostros ni mezclaron las risas tras el humo de un café. Él encontró otra meta, otra quimera que seguir, que querer probar, dejándolo todo a su paso. Todo aquello que le importaba, todo aquello a lo que se sentía unido. Se fue sin decir adiós. Se marchó sin susurrar ni una palabra. La noche se quedó sin luna, se quedó sin fuerzas, se quedó dormida; latente, silenciosa, herida. Ella no lloró. Porque aunque perdido, estaba dentro de ella, cada suspiro lo traía y cada momento vivido en la cercana distancia seguía presente; latía, vivía. Las lunas siguieron pasando, acabó la primavera con sus flores marchitas en el calor del rápido verano. Algún mensaje olvidado, alguno contestado por la inercia del tiempo y luego silencio. Una mudez de noticias que hizo del tiempo un gigante y del olvido una laguna. Ella pensaba que él no la recordaba, estaba olvidando su risa; sus palabras, que sólo sonaban bien en sus labios, porque ella no las había escuchado de otros. Él se había refugiado en una isla, emprendiendo una nueva vida, rodeado de unas olas que no le traerían jamás el olor de tierra adentro por ser demasiado inmenso, demasiado extenso. Relegó en el fondo de su memoria las noches de luna, confinó sus recuerdos al fondo del corazón y de la mente y ella vio pasar el verano ante sus ojos sin olvidar sus ojos ni sus labios, ni las palabras que quedaron si decir y prometieron ser dichas. Lo dejó ir sin insistir, de su cuerpo fueron resbalando recuerdos, se despojó de quimeras construidas en torno a él. Pensó por él y decidió continuar su camino. Si una vez se habían encontrado por azar, si el universo había juntado sus fuerzas para que se encontraran, volverían a hacerlo en cualquier plano astral fuera del infinito conocido. O posiblemente en este mismo mundo.
Y en la muerte del verano, cuando los árboles estaban preparados, en colores otoñales para afrontar el frío y la lluvia, ÉL había regresado. Su voz seguía siendo la misma, y su tristeza seguía ahondándole el interior. Seguía callando porque seguía sin querer sufrir y aunque quería confiarle a ella si vida, seguía teniendo miedo. Cómo lo había tenido de llamarla, de encontrarse aunque fueran unos minutos en cualquier estación y ver su rostro reflejado en sus pupilas.
Ella lloró después de compartir un cuarto creciente casi absorbido por la luz del amanecer, porque durante muchas noches había estado ahogando la pena de sentirlo perdido para siempre. Lloró hasta que se convirtió en mar, lloró hasta calmar su corazón dolido por la distancia. Lloró porque la felicidad tenía que salirle por algún lado y sus ojos siempre habían sido la puerta de los recuerdos.

3 comentarios:

NaT dijo...

Hermoso SÏ...
hasta que el amor se vuelva amargo.
De momento disfrutemos de las alegrías que nos dan los pequeños momentos.
Besos

Cristina Huertas dijo...

Conozco una historia parecida, demasiado de cerca diría yo, aunque ya pasada, y el final de la historia fue peor... Suerte que las cosas cambian, y no siempre para mal
Un saludo

Anónimo dijo...

Que bello, cuantas palabras, dios, tu!!!! eres buena