29 febrero 2004

Amaneció de nuevo en aquella soledad abrumadora, que desde hacía días le contemplaba desde los ricones más oscuros. La casa estaba en silencio, sólo se oía a lo lejos el sonido casi impreceptible de un mar en calma. El viento, que durante meses arreció junto con la lluvia la isla, por fin parecía haberse retirado. Quizá adentrándose en el océano, quizá se acercaría hasta las comarcas que quedaban a unas millas. Los meses de invierno habían sido duros y demasiado húmedos. Los días terminaron siendo tediosos y el gris del cielo terminó haciéndose demasiado monótono. La capa perenne de agua sobre los campos, sobre los tejados y sobre las gentes habia minado las sonrisas, creando una rutinaria atmósfera en toda la comunidad. Él se había abandonado al transcurrir de todo aquello, se había perdido en la capa velada que formaban las gotas de lluvia. Ella no había soportado con entereza los cambios producidos en la isla, en él, y que la estaban empezando a transformar; dejando su increible sonrisa en sólo una fina línea casi siempre tensa, quitándole el rubor de la mejillas y el brillo armonioso de sus ojos. Un amanecer, antes de que el sol saliera de su baño nocturno en el mar, ella sigilosamente cruzó el umbral con una ligera maleta entre sus crispados dedos. En el embarcadero había una pequeña lancha esperando para llevarla lejos de allí. Sólo quería recuperar su tiempo, sus horas y alejarse de aquella tristeza que parecía envolver la isla, a todos sus habitantes; a él.

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