18 diciembre 2003

Un día cualquiera


Había sido un día gris, oscuro.
Ordenó los papeles de su mesa, innumerables y cerró el ordenador. Todavía quedaban algunos mensajes pendientes en el mail.... Repasó mentalmente su jornada laboral mientras apagaba las luces.
Desde que se había levantado, aunque el cielo estaba encapotado y parecía que toda la tristeza se había concentrado en esas nubes grises, había esbozado una sonrisa. Le gustaban esos días. La gente en el metro la miraba de reojo, extrañados, a ella parecía no importarle el agobio de tanta gente allí apretada.
Pasó el día inmersa en una extraña algarabía interior que contrastaba con la rutina de papeles, llamadas y correos.
Eran las siete de la tarde, decidió que se merecía un regalo más y se acercó a tomar un café a la cafetería de costumbre antes de llegar a casa. En casa no la esperaba nadie. Ladrón, su gato negro, no la echaría de menos.
Había poca gente aún en el local, los habituales no tardarían en llegar.
Se sentó en su mesa de siempre, cercana a la ventana, desde donde veía la calle a través de un cristal empañado y tenía una visión total del café.
Juan el camarero se acercó y le preguntó - ¿Qué tal Aurora, lo de siempre?
Asintió con una sonrisa tímida mientras encendía un cigarro.
Sacó un cuaderno y se entretuvo haciendo bocetos de los objetos del bar. Un sonido de campanillas desde hacía un rato llenaba el aire. Los clientes llegaban. Juan dejó el café solo, en vaso grande y un pastelillo con cobertura de chocolate cuando ella estaba inmersa intentando dibujar el jarrocito que había sobre su mesa. Hoy dentro de él había una pequeña rosa amarilla. Ayer había sido un clavel rosa y el martes una margarita de pétalos gigantes.
Se dio cuenta del café humeante y giró la cabeza a la derecha despacio, hacia la barra para mirar disimuladamente. Allí ya estaba el chico de todos los días, mirándola de nuevo brevemente, lo vio sonrojarse y apartar rápidamente la mirada. Juan levantó los ojos del vaso que estaba limpiando y la guiñó un ojo. Sintió el rubor en sus mejillas y volvió a su cuaderno con manos temblorosas. Oyó de nuevo el tintineo de campanillas de la puerta, el chico de la barra se había ido corriendo otra vez. Ese chico tan extraño pensó mientras lo veía alejarse calle abajo. Tomo su café tranquilamente y el pastelillo. Cerró el cuaderno, tomó la flor y pagó el café en la barra sin abrir la boca. Se fue calle arriba apretando la flor contra su pecho.
El día había sido definitivamente, maravilloso.

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