18 diciembre 2003



Había estado toda la tarde en la terraza, con la melancolía que dan los días grises, viendo como la ciudad se iba difuminando en sombras para resurgir en el momento en que las luces de la cuidad estaba establecido que se encendieran. Era una muerte diaria; era una vida continua. La ciudad nunca dormía del todo. Desde su altar de ladrillos y cristal observaba, esperaba. Sabía que ella acudiría a su encuentro en cuanto el último resquicio de luz, del astro rey, se descolgara del cielo. Ella no podía acudir antes. Se lo había susurrado en un sueño frenético días antes. Él había despertado de ese sueño bañado en un sudor frío, temblando de miedo pues había sido demasiado real; las marcas de las uñas de ella en su piel lo confirmaban. El olor a jazmines siguió durante horas suspendido entre las paredes de la habitación. Había estado allí y sabía que lo había elegido para una vida eterna junto a ella. Tras mañanas de incertidumbre agotadora y noches de una pasión desatada fuera de cualquier parámetro establecido entre mortales, decidió que la amaba, que la amaría siempre. Ella pareció leerle el pensamiento y sonrío como si fuera una adolescente aunque toda una existencia, más allá de la que él conocía por los libros, estaba contenida en sus negras pupilas. La noche se cerró en torno a él, espesa, callada y de repente gélida. Ella estaba allí. Con su piel inmaculada y fría, en su rostro se adivinaban unos labios de fuego bajo unos ojos relucientes. Vio su sonrisa blanca acercándose; la eternidad lo sumió en el más dulce de los besos.
 


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