19 noviembre 2003

Él puso un anillo en su dedo. Ahora era blanco, casí níveo y transparente. El último verano no había querido ponerse al sol. No había querido que su piel se tostara y el calor lo había disfrutado él solo en la toalla, mientras ella permanecía bajo la sombrilla, de paja oscura, cerca del agua. Así pasó agosto y la playa fue vaciándose. El cielo se llenó de jirones de nubes que a veces pasaban presurosos como si no tuvieran tiempo de llegar a algún paraje que sólo ellos conocieran. Otras veces se estancaban entre los cerros, allí se juntaban y parecían paladear el espacio, mientras descarcaban alegremente el orvallu durante lo que parecía una eternidad. Ella se eternizó en el alféizar de la ventana, viendo como las gotas iban cubriendo los cristales y se entristecía al paso de los días grises. Tenía ahora el dedo frío, gélido. El único color que destacaba en aquella blancura era el rojo de sus labios y el negro de sus pestañas, que serían perennes en ella y en sus recuerdos. El anillo brilló, como el recuerdo partido en el tiempo, de un sueño que ella le había pedido. Él pensó al cerrar el ataúd que no la dejaría sin una promesa.

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