07 octubre 2003

La cama se les había quedado pequeña, en un momento hasta les sobró y se hizo un mar de calma a los lados mientras en el centro se desataba la tempestad de miembros, sábana y caricias. Ahora una vez satisfecho el ardor del primer encuentro y las fantasías que habían permanecido ocultas pero había sido escritas entre líneas, los cuerpos permanecían juntos, tumbados, rozándose las caderas. Él echado boca arriba mientras el humo de un cigarro prendido flotaba a su alrededor. Ella tumbada boca abajo, con los codos apoyados sobre el colchón y un libro que reposaba sobre la almohada. Leía en voz alta relatos complementarios a la noche que aún quedaba por delante. La mano de él que no sostenía el cigarrillo, acariciaba la espalda de ella. Desde los hombros hasta el nacimiento de las nalgas. La piel de ella se contraía a cada paso de aquel dedo helado que la rozaba, como si el hielo contenido en aquella mano hacía tiempo, se hubiera derretido allí mismo, bajo la piel, formando parte de la carne. A ella le gustaba tenerle a su lado y compartir ese momento de sensualidad. Se sentía bien, así tumbada, sin más ropa que la sábana que cubría los dedos de sus pies, oyendo su voz y la respiración de él calmándose. Su piel, su tacto, su olor; su presencia allí, en ella... No se sentía violenta por estar así, desnuda a su lado. Los besos, las caricias, habían construido sobre ella una nueva piel. Las palabras, durante tanto tiempo escritas; una complicidad sin precedentes, que la alejaban de sus terrores más ocultos. Sus miedos fueron enterrados entre puntos y comas. Perdió la vergüenza al verse reflejada en sus ojos, al ser esculpida por sus manos, al ser cubierta por sus besos. Él acabó el cigarro, dejó el cenicero en el suelo, se incorporó y puso su cuerpo sobre la espalda, fría, de ella para continuar desde allí la lectura que la chica había interrumpido por un momento. Su voz sonaba alegre, jovial; como él era. Divertido, loco, a veces extravagante, pero siempre él... Cerró los ojos para sólo oír su voz y dejarse transportar. Luego giró sobre ella misma arrastrándole consigo hasta quedar sobre su torso desnudo. Allí apoyada sobre su pecho, la voz de él le llegaba ahogada y la sumió en un dulce sueño, del que no quería despertar.

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