27 agosto 2003

Es duro volver de vacaciones; más que duro es aburrido. Pensar que de nuevo uno ha de meterse en la monotonía de la oficina y del trabajo. Cuando suena el despertador a las siete de la mañana eres incapaz de reconocer ese sonido que has perdido durante los días estivales, luego recuerdas y te escondes bajo la almohada deseando que no sea verdad. Pero lo es... y atrás quedan los días de levantarse tarde, de playa, de excursiones por la montaña, de turismo activo o inactivo.
He vuelto, la ciudad sigue aquí, los coches siguen aquí, la gente sigue aquí yendo y viniendo sumidas en sus propias vidas. Yo sigo aquí. Pero el edificio ha desaparecido.
Una construcción renacentista de muros oscurecidos por el humo de los coches durante décadas. Cuando me fui quedaba una estructura fantasmal erguida con orgullo entre el Circulo de Bellas Artes y el Banco de España. Un esqueleto desprovisto de un día para otro de todo su interior, de todos sus recuerdos, de toda su existencia contenida entre los muros. Hoy, no queda nada... Me pregunté desolada como podía algo tan hermoso desaparecer así, sin más, sin ser preguntado, de un plumazo arrasado. Confié en mi interior, antes de irme, en que sería otro de esos edificios añadido al listado de rehabilitaciones urbanas, tan de moda últimamente en esta ciudad. Y compruebo con tristeza que no ha sido así. Mientras el autobús pasaba por delante de lo que anteriormente había sido la fachada, me preguntaba si alguien, a parte de vecinos y transeúntes asiduos de la calle se había dado cuenta de su desaparición. Ningún periódico dio la noticia, ninguna televisión estaba allí para ver su demolición. Era un edificio anónimo para muchos, a pesar de haber sido durante más de 100 días el estandarte que nos anunciaba la entrada al Euro, la unidad de una moneda única para Europa, el avance de un futuro hecho para todos...

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