21 julio 2003

Fue muy triste dejarla en la perrera durante el verano, pero era imposible llevársela en el viaje. Cuando regresaron, meneó la cola alegremente y se tumbó en su cesta, tan cariñosa como siempre. Pero cuando desvalijaron la casa, ni siquiera ladró.

La policía, avisada por los vecinos, que se extrañaron de no ver a sus vecinos tras la vuelta de las vacaciones, tras las pesquisas de preguntar a los compañeros de trabajo, en la guardería, en el colegio y ver la galería de arte donde trabajaba la madre cerrada; irrumpieron una semana más tarde en la casa. Encontraron allí a la perra acurrucada en la cocina, en su cesta, hecha un ovillo. Los armarios habían sido abiertos a mordiscos y su contenido esparcido por el suelo. La nevera se había descongelado días atrás y el olor de la comida del estante superior, donde la perra no había alcanzado, llenaba la estancia. Un olor rancio y podrido que sería difícil quitar aún ventilando la casa. El caos de la cocina se extendía al salón. Un hueco en la estantería hacía evidente el robo del televisor. Un cajón de fondo rojizo aterciopelado, donde posiblemente había estado la cubertería de plata estaba vacío sobre el sofá. La cristalería tampoco estaba, exceptuando una copa de fino cristal hecha añicos en el suelo. El equipo de música también había desaparecido y en la pared una camuflada caja fuerte había sido abierta y desvalijada. Sin duda alguien entró en aquella casa a robar, seguramente localizarían a los ladrones, ahora lo importante era encontrar a la familia.

Mientras la policía husmeaba con precaución por la casa, la perra seguía sin moverse. Sólo había levantado las orejas al verlos aparecer por la puerta de la cocina, había abierto un ojo, tanteó el aire con la cola y se sumió de nuevo en un letargo apático ignorando a los visitantes. Nadie volvió a fijarse en ella, nadie vio sus patas blancas teñidas de rojo, ni su hocico ensangrentado.

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