17 junio 2003

VOCES, PIEL Y SANGRE


Escribía, sentado en un pequeño taburete de madera apoyado en una destartalada mesa que cojeaba de una pata. El ventanuco no tenía cristal, hacía mil noche que se había roto y nadie vino a reponerlo. Tampoco iba a escapar por él. Ellos lo sabían, él lo sabía. Su prisión estaba en lo alto de una torre de piedra en la esquina de un acantilado. Podía oír las olas romper contra las rocas, durante el día, durante la noche. Siempre era el mismo sonido rítmico. Al principio le martilleaba los oídos, luego aprendió a escuchar voces inventadas en su cabeza para no sentirse tan sólo.

Ellas reían, lloraban y compartían con él cada atardecer, cada hora que pasaba allí arriba. Eran a veces sus musas, las que le obligaban a escribir aún teniendo su corazón frío de recuerdos y sus dedos vacíos de historias. Ellas susurraban,
le rodeaban, brillaban en su mente y se metían en sus sueños. Llevaba tanto allí encerrado que había olvidado lo que era el tiempo, ellas se lo traían y él pidió papel y pluma para poder expresar todo lo que las voces le contaban.
Tenía mucho que contar, mucho que decir y escribir. Pues con el crepúsculo las ideas parecían volar por la ventana, para unirse a las palomas y alejarse. No volvían y él olvidaba. Cada amanecer era un nuevo pensamiento que debía ser
escrito para no olvidarlo. Tenía, allí encerrado, todo el tiempo del mundo y a la vez tenía tan poco, que no quería perderse en ensoñaciones. A veces los dedos le dolían de tanto escribir y el papel se emborronaba con manchones de tinta que no habían sido secados a tiempo.

Llegó un momento en que dejó de comer, dejó de beber, dejó de dormir sólo por seguir escribiendo y le olvidaron. Todos le olvidaron menos las voces y él seguía
viviendo a través de ellas, alimentándose de ellas. De añoranzas, de peligros, de secretos, de esperanzas, de odios y sacrificios. Y así iba consumiendo sus días. Llenando hojas y agotándose en cada letra escrita, en cada palabra terminada en cada frase conjuntada, en cada folio acabado.

Las voces le contaron cómo día tras día, hora tras hora, el tiempo roería sus huesos, girando en su cabeza, y que un día encontraría sus huesos desnudos y su cabeza vacía jugando con el tiempo, y finalmente le alentaron a liberarse de toda aquella carne.

Se le acabó la tinta y se le acabó el papel. Pero su cabeza seguía llena de voces. Cada una con una historia que contar; que le contaban y necesitaba ser escrita para perdurar en el pasado, en el presente en un futuro sin conocimiento y que él no viviría.

Un cuchillo mohoso y olvidado le dio la idea, y durante lustros de soledad su sangre fue su tinta de historias y su piel el papel de los recuerdos.

Cuando alguien reclamó la herencia del torreón del acantilado una Era después de la de Acuario, en su parte más alta sólo encontraron unos huesos desprovistos de
carne, de color y de vida. Y sobre la destartalada mesa, carcomida ya, un montón de folios amarillentos por el tiempo y un montón de cuartillas irregulares, cuarteadas y arrugadas escritas con una pequeña caligrafía muy apretada que antaño fue roja brillante.


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