24 junio 2003

Se sentó a mirar el mar, hasta perder su vista y confundirla como se confundían cielo y océano. El horizonte es tan infinito pensó su cabeza, y cerró los ojos para que una lágrima contenida rodara por su mejilla. Sabía que una sola no aliviaría el dolor, ni la soledad que contemplaba su vida. Ni la confusión de los sentimientos, ni aquella parte oscura que la apremiaba a adentrarse en una fase oculta de sí misma y la aterraba. Tenía una necesidad de amar y ser amada que sólo concebía en su interior y ocultaba a miradas deseosas y palabras embaucadoras. Pero se dejaba llevar en un vaivén eterno y sin medida. Como las olas que acariciaban sus pies; se dejaba mecer en cariños que no eran reales y que durante un tiempo servían para alejarla de sus fantasmas, de sus miedos, de su soledad que cada día se hacía más extensa. Sentía la necesidad de verse a través de los ojos de otros, deseada, amada, acompañada. Y durante un tiempo su ideal de existencia se veía reforzado por esos deseos, por las dulces palabras escritas para ella y leídas con deseos contenidos. No eran más que caracteres en un papel que pronto perdían su significado para otros, pero no para ella, que conservaba intactos los párrafos que hacían mella en su frágil y dolorido corazón. No quería comprometerse en cosas que no podía realizar aunque su mente gritara que las hiciera. No deseaba abrir puertas que no pudiera cerrar a su antojo si preveía un peligro acechándola. Tenía miedo. Sobre todo de ser vulnerable y no poder encontrar un remedio para defenderse de aquello que la hería, que la hacía retraerse y abandonar. Su apariencia de fortaleza ocultaba años de complejos acrecentados con la edad, comentarios, amores perdidos, metas no alcanzadas; por no haber sido nunca propuestas. Tenía miedo de las mentiras y dejaba de creer cuando descubría; intuía que algo no era real, aun conservando en su interior una pequeña esperanza de que fuera una confusión de palabras y hechos. Necesitaba creer, en ella, en los demás, en él que atormentaba su interior y removía pasiones que durante mucho tiempo habían estado muertas, ocultas. Se volvía a dejar llevar, arrebatando todo ese pudor contenido en años de soledad. Y le gustaba hacerlo, porque se sentía querida, amada, respetada. Luego el cristal le mostraba lo que era, como era y se desquebrajaba de nuevo en mil pedazos. En mil soledades. En mil recuerdos. En mil lágrimas. En mil mentiras.

Dejó la ropa y se adentró en el mar. Esta vez no volvería.
Sobre la arena, durante una marea quedaría sólo el hueco que allí había dejado su cuerpo. Luego nadie recordaría que ella había estado allí.

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