15 noviembre 2007

Segunda etapa... DUBROVNIK


Desandamos el camino desde el centro de Zagreb hasta el aeropuerto y allí tomamos un nuevo avión. Más grande. Se ve que mucha más gente va a Dubrovnik ¿Existirá puente aéreo? Nos dieron un vaso de agua y una galleta típica del país. La vista desde la ventanilla era impresionante, los montes croatas lo son. Casi no hay terreno desde la falda de los montes a la costa. Ahora entiendo porque están las casas tan arrimadas al agua. Cogimos un autobús que parecía a punto de destartalarse en cualquier curva. Porque si algo tiene Croacia son curvas, no es apta para gente que se marea en cuanto sube al coche. La llegada a Dubrovnik nos sorprendió con una puesta de sol que hacía refulgir los montes quemados el varano pasado. El puente levadizo nos acogió entre gente que entraba y salía. Las calles se iban tornando rosas mientras llamábamos a la chica a la que habíamos alquilado el apartamento; que estuvimos a punto de perder por haber salido el avión con retraso. La casa estaba en un estrecho callejón paralelo a la plaza de Gunduliceva en el mismísimo corazón de la ciudad. Una habitación con una cama de matrimonio, un enorme armario que olía a Lavanda, una pila y una cocina de 2 fuegos en un rincón, una mesa y dos sillas en el otro rincón y un baño. Teníamos derecho a utilizar la terraza del piso superior, que no aprovechamos la verdad. No así un matrimonio americano que salía todos los días a desayunar. Una vez acomodadas nos fuimos al supermercado para comprar leche, café, jamón, queso, kiwis y unas galletas de chocolate y salimos a dar una vuelta. La ciudad se iba deshaciendo de la gente y las tiendas de suvenires iban cerrando. Cenamos en un antiguo convento convertido en restaurante. Una fuente de mejillones, pasta y risotto, todo acompañado de un vino buenísimo, que no volvimos a tomar en todo el viaje por no acordarnos del nombre. Tomamos un licor, que casi nos agujerea el estómago, en el único bar que parecía tener algo de vida y música en directo. La música en la calle, en la terraza, ya que el bar era minúsculo. Y así discurrió nuestra primera tarde-noche en esta ciudad que ha resistido una guerra, miles de bombas, terremotos y el embate constante del mar.

El segundo día recorrimos la ciudad, callejones, escaleras, pasajes, el monasterio con su claustro y la farmacia. Allí un cristal protege el hueco que dejó una granada hace ya tiempo. El Palacio del Gobernador tenía una sala austera dedicada a los caídos en la guerra. Sobrecogían las fotos de las paredes, retratos muchas veces desenfocados o sacados de antiguos documentos, chicos jóvenes que no habían empezado a vivir, murieron defendiendo lo que era suyo. Impresionaba el video que iba mostrando como las bombas iban destrozando la ciudad sumida la en llamas y la rosa roja sobre una superficie blanca e impoluta. Nos perdimos intentando encontrar el camino del fuerte y terminamos el paseo en la playa, de piedras desde la cual veíamos todo el puerto. Al atardecer subimos a las murallas. Durante una hora vimos la ciudad desde arriba, sintiéndonos grandes y a la vez pequeñas. Después de la caminata de más de una hora, una buena cena en el puerto: más mejillones, chopitos, gambas, ensalada y un licorcito en una cafetería de la plaza.

Amanecimos descansadas y dispuestas a afrontar un nuevo día, esta vez entre la naturaleza. Cogimos un autobús hasta el puerto y de allí un barco que tras hora y pico de travesía y una escala en otra isla nos desembarcó en la de Mljet. No me pidáis que lo pronuncie porque una palabra de 5 consonantes y una vocal es casi imposible. Nos recogió una furgoneta que nos llevaría al Parque Nacional, todo el mundo acomodado y a mi, me toco ir delante con el conductor, entre este y un chico al que dejamos en no sé que pueblo. ¡¡Vaya corte!! Menos mal que no tenía que hablar. Supuestamente el parque tiene un autobús que te hace el recorrido y un barquito que atraviesa el lago grande para llevarte a la islita de en medio donde hay un monasterio benedictino, pero no estábamos en temporada, así que nos contentamos con andar, observar el lago y la quietud del agua, el susurro de los árboles y la paz que allí ser respiraba. Nos tomamos una cervecita en el único bar que había, viendo como el agua, como el cielo iban cambiando de color, ese que precede a las tormentas. Volvimos a casa a descansar para acabar el día cenando en uno de los restaurantes cercanos a casa. Esta vez no pedimos mejillones, nos comimos un risotto de mar y un risotto negro, acompañado de queso de Pag, que no nos ha faltado en casi ninguna de nuestras comidas, así como una botellita de vino del país.
Así nos despedimos de Dubrovnik, de sus calles empedradas, de su magia, de sus historias prendidas en cada piedra caída y en cada piedra levantada.

4 comentarios:

Vulcano Lover dijo...

es que Dubrovnik es una de las ciudades más bonitas en las que he estado nunca. Cuando uno llega, es imposible no quedarse fascinado, no sentir como si estuviese en otro mundo, en otra época... El blanco de la piedra de Brac y el marmol por todos lados... Y qué románico, qué gótico, qué barroco... de sueño, yo lo recuerdo como en un sueño.

Besos

David dijo...

Yo no puedo comentar desde la experiencia, como el de arriba, pero por un rato me has hecho disfrutar hasta de los olores de la zona :)

Anónimo dijo...

Ufff, cuanta letra. A mi mejor me lo cuentas en persona, jajaja

Martini dijo...

Menos mal que lo de subir cuestas ibas preparada, que si no

Jajajajajajaja

Muuuuuuuuuuuuuuuuuchos besos!!