04 julio 2007

Cumpleaños 13...

Siempre que le preguntabas cuando cumplía años decía que el 4 de julio, que no había nada más vulgar que nacer el día 5; un día que nadie celebraba. Así que para sus amigos y conocidos, oficialmente había nacido el Independence Day.

Fue mi primer jefe, aquel que me enseñó a trabajar, a querer más aún los libros; con él aprendí su proceso, como se hacen y lo que costaba hacerlos cuando no había tanta tecnología como ahora. Lo que se les exigía a los autores y que se ha ido perdiendo para consentirles ahora demasiado. Cuántas veces me hacía devolver los manuscritos cuando ni llegando a la mitad había encontrado más errores de los permitidos. Me enseñó a respetar a la gente y a saber que las discusiones de trabajo, sobretodo las acaloradas, siempre han de hacerse a puerta cerrada. Le ponía siempre tanta pasión a todo que una se quedaba embobada cuando hablaba y se le podía escuchar deleitada en casa momento porque parecía saber de todo sin ser pedante. Oírle reír era contagioso, incluso en sus últimos días, delgado como una pluma, su sonrisa no se perdió, ni sus ganas de luchar ni de vivir aún sabiendo que estaba derrotado. A veces sigo oyendo su voz diciéndome -¿Cuándo te vas a casar conmigo? Y mi respuesta por centésima vez –qué pesado… y luego los dos nos reíamos.

El arte era su gran pasión. Le gustaba salir, divertirse, viajar, meditar mientras escribía, le gustaba el ajedrez y la música clásica. Le gustaba la poesía y eso es lo que conservo de él, aparte de un buen número de recuerdos, un libro de poemas de Pablo del Águila que me pareció precioso y encontré al recoger sus cosas. Es duro tener que recoger las pertenencias de alguien con quien has compartido el despacho cinco días a la semana de muchas semanas. Era triste ver su mesa vacía y no irle rumiar o hacer planes para los fines de semanas. Es duro ver como alguien a quien aprecias se va consumiendo hasta perderse.

Hoy, si las fechas no me fallan, habría cumplido 51 años.
FELICIDADES, allá donde estés, allá donde Rodas y GRACIAS por todo lo que siempre me diste y todo lo que me enseñaste, por reprenderme y por el cariño que siempre depositaste en la pequeña fierecilla que se sentaba en la mesa de al lado.

Mi vida se desliza en silencio
por los mismos caminos que yo soñara nunca,
y el dar sobre las piedras con mi cuerpo
parece ser el único balance.
Tropiezo y caigo y sigo llorando
sin saber lo que encuentro, ni lo que busco a ciegas,
ni lo que seré luego.
Solamente la muerte me parece segura
y me oprime la carne con su verdad,
de tal manera pura que no puedo entenderla,
y es como si pudiera gritar en el descampado
frente a mi, los dos solos:
mi muerte y yo,
mi vida y mi silencio, tan profundo,
en trinidad perfecta,
frente a frente en un instante eterno
que quizá no llegara.
Pablo del Águila (1946-1968)

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