21 diciembre 2006

Cuento de Navidad I...

A DOS PASOS...

La sombra seguía alargada en los muros de la casa, manteniéndola siempre en penumbra, conservando la nieve, caída en las noches, dura y cortante. La humedad se había escrito en las paredes, incluso el musgo traspasaba ya el adobe viejo, formando extrañas figuras en la cal antigua del salón. El cesto de la madera, mantenido junto a la chimenea se vaciaba más rápidamente de lo que se llenaba. Había que ahorrar; así que las noches se transformaban en una larga y fría negrura en la que se arrebujaban bajo la manta de lana deshilachada de la abuela, para mantener el calor que los cuerpos le habían robado a las brasas. Mara abrió la puerta y dio dos pasos para recibir el sol del día de Nochebuena. Sólo dos pasos separaban su hogar de la luz y a veces esa distancia le parecía una eternidad. A dos pasos la nieve no existía, el verde casi yerto de una primavera huída se mostraba dormido; esperando para renacer. A dos pasos las sonrisas eran diferentes porque no dolían los labios al curvarlos. Si fuera tan fácil cambiar la vida en dos pasos…
Los pinos del bosque recibían en sus copas la claridad, dejando vislumbrar el verde que despuntaría en los días largos y cálidos que estaban por venir. Con el cuévano a cuestas se adentró en la opacidad que le ofrecían los troncos, su mano derecha enganchada a un largo palo iba removiendo montoncitos de nieve no muy espesa para que su mano izquierda alcanzara ramitas y piñas que pudieran servir para el fuego de la noche. Abajo en el pueblo la gente tenía carbón, algunos incluso calefacción de gas, pero allá arriba, en la montaña tenían que abastecerse de los que los bosques ofrecían. Tampoco habrían podido gastar lo poco que tenían en carbón. Y eso que este año contaban con algún dinero extra que provenía de los huevos de las gallinas, queso que mamá hacía de la leche de las dos cabras jóvenes que compartían el establo y de un cerdo engordado con pienso durante el año y vendido a buen precio en el mercado. Esas navidades prometían ser mejores que las anteriores, incluso sin el sol sobre los muros. Con el cuévano lleno Mara regresó a casa, puso un plástico a dos pasos de casa y depositó allí los pequeños troncos recogidos, las piñas y las ramitas húmedas para que el sol las secara un poco antes de dejarlas junto a la chimenea. Se tumbó junto a la madera, oliendo la humedad mezclada con resina. La luz iluminaba sus pecas y secaba también sus manos. Le gustaba el calor del invierno, la brisa cortante de las montañas, el silencio blanco que la rodeaba. Abajo en el pueblo podía vislumbrar e incluso imaginar los sonidos de los niños, que esos días estaban exentos de escuela, mientras se perseguían tirándose bolas de sucia nieve. Allí arriba todo era inmaculado. Sólo sus huellas se veían en la capa que lo cubría todo, y alguna más de pajarillos que buscaban algo de comer. Al menos este año los osos y lobos no habían abandonado las altas espesuras.
Con la llegada de la noche acudió de nuevo el frío, de nuevo las sombras en la pared y el crepitar continuo de la chimenea donde estaba un buen fuego encendido y se asaban castañas. En la mesa sopa caliente, hoy con menudillos, y abundantes fideos. Liebre con patatas; papá había salido de caza hasta el boscaje más lejano del macizo montañoso que les quitaba el sol. Allí sólo se adentraban los conocedores del bosque y los cazadores experimentados. Zorros y jabalíes eran frecuentes y más de uno se había quedado paralizado por su presencia siendo entonces atacado. De postre flan de huevo y las humeantes castañas. Puede que no fuera la comida más espectacular del mundo, allí abajo en el pueblo la gente cenaría pavo, embutidos, algunos incluso marisco traído de la ciudad, pero para Mara aquello era un manjar. Esperaba siempre dos fechas claves en su vida. Su cumpleaños en el que papá hacia todo lo posible por cazar un pato y mamá se lo preparaba con naranjas y la cena de Nochebuena en la que lo mejor siempre era el postre. Adoraba el flan de su madre. Tras la cena y según la tradición familiar se dieron los regalos. Mamá había bordado en un jersey de lana gorda la montaña, la casa y un sol radiante que lo llenaba todo de luz. Papá había tallado una vaca de madera más grande que su mano, con un hueco en medio para que pudiera poner en él los lápices. Ella les regaló un collar hecho con cuentas del río y alambre a su madre y un cinturón de cuero repujado a su padre. No necesitaban grandes cosas para ser felices. A media noche salieron envueltos en la manta a contemplar el cielo y los fuegos artificiales que se lanzaban desde el pueblo. La bóveda celeste se cubría de colores intensos y el ruido retumbaba por todas las colinas magnificando más aún su sonido. Papá fumaba su pipa y ella y mamá comían castañas. Una vez arropada en la cama se fue durmiendo con el sonido aún de petardos y su habitación llenándose de colorines. No oyó el turbador y ensordecedor eco de las montañas, ni la nieve deshaciéndose en una bajada feroz de piedras y ramas. Ni el ulular del macizo derrumbándose casi junto a su aliento. El sueño la mecía en rayos de sol, en sonrisas amables, en el deseo de vivir en la luz y no en la gris atmósfera que rodeaba su hogar y sus vidas y en las cuales se afanaban cada día para no dejarse vencer por esa tristeza envolvente. Quería dejar de sentir la humedad, que los huesos de su madre no se vieran afectados por ella, quería que las paredes fueran blancas, que el musgo naciera en las piedras de fuera y no en las de dentro. No tener que estar en casa todo el día con el enorme gabán de su padre…Ese habría sido su deseo para las navidades. No el tener más comida, más regalos, más leña. Qué el sol calentara su casa es lo que más le hubiera gustado a pesar de ser un deseo imposible.
La luz de la mañana se colaba a través de sus párpados, se sentía caliente, como si estuviera afiebrada. Abrió los ojos directamente a un rayo de sol que se colaba por la ventana. Se pellizcó pensando que era un sueño, que andaba todavía dormida y noto la piel retorcerse bajo sus dedos. Aquello era la luz más hermosa que había visto en su vida. En aquella centella que cruzaba la estancia bailaban minúsculas motas de polvo dándole los buenos días. Dio dos pasos y abrió la ventana dejando entrar la brisa fresca y el calor del sol.
La vida, puede cambiar en dos pasos, ahora lo sabía.

1 comentario:

Anónimo dijo...

No me da tiempo de leérmelo antes de irme, así que me lo imprimo (hoy soy yo el que se lo imprime, jejeje)

Lo que me va a pasar es que me voy a quedar impaciente con la sengunda parte. A ver qué hago yo ahora... me tendré que buscar un ciber, jijijiji

Pues nada, un beso bien fuerte, y com mucha lava y mucha nata... estamos en contacto, guapa.