13 abril 2004

No era la primera vez que ella perdía la mirada sin verle, sin oírle, sin rozarle. Su mundo en esos momentos se hallaba a décadas de él. No era partícipe de las risas que ella oía, de los colores que imaginaba su mente inquieta, de los conocimientos que a él se le escapaban. Le cambiaba el color de la mirada y su pupila se hacía tan minúscula que su iris se convertía en un océano infranqueable. Sus labios se movían imperceptiblemente, manteniendo conversaciones sordas a sus oídos con compañeros invisibles para él. Sus manos dibujaban palabras que él hacía tiempo había dejado de intentar adivinar. Él formaba parte de su presente dividido. En la cabeza de ella existía un pasado incierto o un futuro indescriptible.
Ya había aceptado esos periodos de tiempo estáticos como parte de ella. Se sentaba. Esperaba. A veces el color de su piel cambiaba volviéndose níveo. En otras ocasiones era su pelo el que parecía refulgir como fuego ardiente, intenso. Su cuerpo se tensaba para luego quedarse como yerto, hasta el punto de que él se quedaba junto a ella para sujetarla en caso de que cediera dentro de su mundo particular.
Eso sólo había ocurrido en un par de ocasiones. Él la trató como se trata la porcelana china. Ella no se había percatado nunca de la existencia de él cuando evadía su mente.
Los tiempos inertes se estrecharon cada vez más y no se atrevía a moverse estando ella así. Ahora observaba pacientemente. Lo único que no cambiaba nunca en ella en aquel estado eran sus ojos intensos e inertes. Él se perdió una vez en ellos al mirarla estando demasiado cerca. Fue un tiempo muy breve en el cual le pareció estar viviendo otra vida. Le invadió una sensación de vértigo que lo dominó por completo. Sintió que su cuerpo se dividía en miles de moléculas flotantes que se dispersaban. Sabía en todo momento cuales le pertenecían en aquel mar de colores esféricos. Separadas, divididas, eran independientes siendo una misma. Recogían cada una un aprender nuevo, un olor, una palabra, un sentimiento que él iba recibiendo como latigazos suaves de un aprendizaje universal fuera del mundo que él conocía. Sintió miedo pero a la vez un relajamiento absoluto de toda su existencia.
No volvió a suceder nunca más. No entró en ella. No pudo ser partícipe de nuevo. Quizá porque ella no quiso. Quizá porque él no estaba preparado para saber. Para comprender. No le contó a ella la experiencia y ella no preguntó, pero sus pupilas brillaban cuando le observaba ir y venir.
Los dos callaban.
Ella volvía de aquellos extraños viajes como si nunca se hubiera ido. Retomaba la conversación en el punto exacto donde la había dejado. Terminaba la puntada del bordado empezado hacía demasiado tiempo o concluía el párrafo interrumpido de su lectura. No se percataba nunca de sus ausencias, no se daba cuenta que las manecillas del reloj habían seguido corriendo esféricamente; marcando un ritmo ajeno a ella, pero que para él cada vez se hacían más largos.
Tenía miedo de que ella no despertara, que no volviera, que se quedara dentro de aquella existencia que era sólo suya. Tenía miedo de no saber hacerla volver si se perdía en aquellos caminos que no andaban juntos. Tenía miedo de verla dividirse en millones de moléculas y se deshiciera en el viento de la mañana. Tenía miedo de perderla y no saber retenerla.
Hacía días que aquella idea le rondaba y asaltaba en cualquier momento. Sentía un escalofrío por dentro, pero cuando la veía allí, con una sonrisa muda en el rostro, se calmaba.
Aquel silencio que avanzaba despacio por el pasillo en su busca le confirmó un hecho que se había negado a admitir. Pesaba. Lo sabía antes de correr hacía el salón en su busca. Sabía que no la encontraría, que buscarla sería una batalla perdida, porque existían más universos y esos no estaban al alcance de su mano. 

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