16 enero 2004

La miraba, era consciente de que sus ojos parecían de cristal, de tanto como brillaban y reflejaban la dorada luz del crepúsculo inminente. No había llorado; esta vez no. Durante mucho tiempo derramó lágrimas y su rostro se había quedado húmedo para siempre. Tampoco hablaba. Su voz se quebró un día sin causa aparente. No supo cómo explicarse y se quedó sentada junto al ventanal, observando como pasaban las estaciones, en su silenciosa y empapada soledad. Él la hablaba como antes, como antaño, cuando fueron compañeros de juegos inseparables. A veces cogía su mano. Una mano fría, blanca y delgada en extremo. Tan frágil que se acostumbró sólo a sostenerla imperceptiblemente por miedo a romperla. Las tardes de invierno encendía el fuego para caldear la habitación y que ella no tiritara. En verano abría el ventanal y la acomodaba junto a las cortinas para que le diera la brisa pero no la quemara el sol. Él siempre tenía un rato para ella. Aunque no lo mirara, aunque no le hablara, aunque los silencios a veces se hicieran eternos. Él le contaba de su familia; de su mujer, de sus hijos, de su trabajo, de los cambios producidos en la ciudad que habían recorrido juntos siendo jóvenes. Así habían pasado los días, los años. Le retiró un mechón cano caído sobre su rostro con una delicadeza amorosa. Ella lo miró, casi había seducción en sus pupilas y en un momento se quedó cautivado en el pasado, en aquel instante en que la vio tras su vuelta del extranjero convertida en una muchachita y habían reanudado su amistad. Sus labios pálidos se despegaron en un esfuerzo casi sobrehumano que le sobrecogió por lo inesperado y le llegó su voz un susurro – te amo.
Ya no volvería a llorar nunca más. Él mojó el rostro inerte de ella con sus
lágrimas al comprender.

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