22 diciembre 2003

1. Érase una vez un pequeño caballito de cristal... parado en una estrecha estantería de caoba. Era pequeño y era el único que quedaba. Durante un tiempo había estado amparado por una numerosa familia. Sus padres, de un cristal finísimo en el que la luz del sol se reflejaba en haces de colores. Cuatro hermanos tras los cuales se escondía, para quedarse rezagado cerca de la pared. Pero ahora estaba solo. Todos se habían ido yendo de una manera casi cruel. Ahora sentía frío. Ahora nadie le protegía. El rayo de sol que entraba por el ventanal no le alcanzaba, sólo lamía el borde de madera. Concentró sus fuerzas de vidrio y avanzó un paso mal calculado. El pequeño caballito impactó tras una larga caída en el suelo, haciéndose añicos; pequeños fragmentos de cristal que robaron al sol la luz.
2. La puso sobre la cama y muy lentamente... la despojó de sus raídas ropas y limpió su cuerpo con una esponja húmeda. En sus brazos aquel cuerpo le había parecido una pluma, aunque los huesos de ella se habían clavado en su piel, dejándole marcas que enrojecían rápidamente. La tapo procurando que su cuerpo helado entrara en calor. Fuera hacía mucho frío. Nunca había recogido a nadie el la carretera, no quería problemas. Pero al pasar por delante de ella en aquella carretera desierta y oscura la vio desvanecerse sobre la nieve. Ahora estaba limpia, caliente y descansando. Tendría una historia que contar. Se sentó a su lado con un café entre las manos y esperó.
3. No me lo podía creer, aquel helado de chocolate... había sido el culpable de que la chica estuviera como muerta en el suelo. El dulce se derretía a su alrededor, manchándole el pelo y las ropas. Mis seis pequeños hermanos y yo la rodeábamos sin saber que hacer, preguntándonos cómo había llegado allí el helado, quién podía ser tan perverso para tentar de esa manera a la asustada niña que había aparecido en el bosque. No encontramos respuesta y días después la enterramos aún con la dulce sonrisa en sus labios.
4. La mirada de aquella niña... era demasiado intensa para ser de verdad. El iris se adivinaba de un fulgurante turquesa rodeando una pupila extremadamente grande. Miraba a través del cristal, desde el interior de aquella extraña tienda. Pasaba por allí dos veces al día. A primera hora de la mañana y una vez que había anochecido y ella siempre estaba allí; mirando, observando. Una tarde la tienda estaba abierta, la curiosidad por la niña era tan grande que no dudé en entrar. La campanilla de la puerta anuncio mi llegada y el sonido se perdió entre una multitud de animales que me miraban desde todos los rincones, estáticos, impasibles. Un anciano, vetusto como el tiempo, apareció tras una cortina y se presentó. - Buenas tardes, soy Morris Manchen, taxidermista.
5.SI POR LO MENOS ALGUIEN QUISIERA ESCUCHARME...
Pedro Martín Soler.
(1970-2000)
 

No hay comentarios: