10 octubre 2003

La esperaba, apoyando la espalda sobre la fría y húmeda madera de la puerta del portal, la mirada perdida en las manecillas del reloj. Se retrasaba. Había estado lloviendo durante todo el día, nubarrones negros se habían estancado sobre los tejados y después de un tiempo casi eterno, cuando parecía que una suave y fría brisa se las llevaría, descargaron con fuerza mojando las calles. Estuvo toda la tarde remoloneando entre el sofá y la alfombra. Se sentía nervioso y nada calmaba la congoja que le carcomía por dentro. Su mente volaba de un objeto a otro, de un canal de televisión al siguiente, de un pensamiento salía otro. No venía. Quizá en el último momento se había arrepentido. Se quedó allí parado. Había comenzado a llover de nuevo, no llevaba paraguas y las gotas lo mojaron por completo. La calle se quedó vacía, silenciosa, pero el siguió allí, esperando. No iba a venir; ahora lo sabía, tenía esa certeza. Su cabeza buscaba razones, explicaciones. No lo entendía después de tantos planes trazados juntos. Había pasado una hora, luego el reloj marcó otra, a la tercera renunció
a esperar más. No iba a aparecer. El teléfono no sonó, no tuvo ningún mensaje, no recibió ninguna excusa; aunque fuera vana. Ahora ya no la creería, el plantón no justificaba el tiempo perdido. Su desazón, al paso del minutero en su reloj de pulsera, se convirtió en enfado, en renuncia y terminó por desembocar en una decepción que lo llenó por completo y le empapó tanto como la lluvia. Para calmarse dio una vuelta a la manzana, recibió entonces un mensaje en su móvil "ahora te llamo". Sí, ahora ya no vendría. Ni siquiera aquellas tres palabras consolaron sus lágrimas confundidas con la lluvia en su rostro. Su visión borrosa le permitió contestarla "déjalo, estoy llegando a casa". De nuevo en el portal abrió la puerta, se limpió los pies en el felpudo de la entrada, dejó atrás la pena; al menos lo intentó y cerró.
Otra puerta más. Otra historia más. Otra decepción más.

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